José Bernardo Gonçalves da Silva, nació en Sande-Braga (Portugal), el 11 de diciembre de 1926, aunque desde muy pequeño vivió en Sestao, pueblo donde se crió y de donde le solía gustar decir que era. Ordenado presbítero el 31 de mayo de 1952, en Barcelona, su primer destino pastoral estuvo en Sopuerta (Santa Cruz), como ecónomo de Labarrieta. En 1960, le destinaron a la parroquia de San Francisco Javier, de Bilbao, como coadjutor. Ahí permaneció dos años y posteriormente estuvo también unos meses en San Pedro de Deusto, como encargado de Arangoiti, hasta que llegó su destino en Ariz, Basauri, donde pasó cerca de 50 años, 30 de ellos como coadjutor de la parroquia de Ntra. Sra. de las Nieves y San Fausto y después, tras su jubilación en 1992, siguió residiendo en Ariz, mucho tiempo, hasta que se trasladó a la residencia sacerdotal de San Vicente y, posteriormente, a la de la Misericordia que es donde ha fallecido.
Su compañero presbítero, José Luis Iglesias Meilán (Pepelu), que compartió con él destino pastoral en Basauri, durante un tiempo, le dedica estas líneas:
Don Jose, esperanza entre naipes y silencios:
Se apagó don José,
cura gris de Ariz-Basauri,
treinta años en Las Nieves
y otros tantos de memorias:
su vida, un surco lento
entre homilías y auroras.
Madrugaba a la parroquia
—crujían sus pasos en el frío—
despacho, misa, café solo,
y el metro que traía historias
de barrios con sueño y heridas.
Luego, cuando el cuerpo dijo «alto»,
se refugió en San Vicente:
ventana al jardín, rosario en el pecho,
y Conchi, fiel como el alba,
llevándole el pan tierno y el respeto.
Reservado, de voz escasa,
no quiso coros ni altares.
Prefirió el rumor del juego,
las rondas de cartas en el bar,
donde un as bien guardado
pagaba el vino de los pobres.
En las meriendas, compartía
silencios y membrillo;
en los duelos, su mano era un puente
entre el llanto y el consuelo.
Visitó pueblos con nombres de cielo,
llevando en su zurrón gastado
un misal y un dado antiguo.
Y aunque la vista se le nubló,
siguió escribiendo en papeles
verdades como pan recién horneado:
«Dios no es fuego, es brasa,
se esconde en la esquina rota
donde un niño encuentra una moneda».
Murió como un otoño sereno,
sin trompetas ni reclamos.
Hoy Las Nieves guarda su huella:
tres décadas en los bancos de roble,
homilías breves que aún germinan,
y un naipe olvidado en el sagrario.
“Peregrino de esperanza”,
su jubilación fue un remanso:
ni mármol, ni oro, ni himnos.
Solo el té de Conchi en la tarde,
un «gracias» con voz quebrada,
y el jardín de San Vicente
donde aprendió a soltar amarras.
Treinta años de trigo y nieve,
treinta más de raíz callada.
Descansa, cura de retaguardia…
“ganaste la partida más larga”.
Pepelu
Comprensivo y buen consejero
En las líneas anteriores Pepelu hace referencia a “Conchi”. Conchi Gutiérrez acompañó y cuidó de “Don Jo”, como le llamaba ella cariñosamente, hasta el final de sus días. Para ella, que es madre y abuela, él también formaba parte de su familia.
Le conoció en Arangoiti, en la década de los sesenta, cuando sus padres le pusieron una peluquería y llamaron a un cura para que bendijese el local. Ese cura resultó ser José Bernardo Gonçalves da Silva. Desde entonces, la familia mantuvo muy buena relación con él.
Después, durante varios años, aunque seguían manteniéndose en contacto se veían menos. Conchi se casó, tuvo familia y no fue hasta 1980 que volvieron a coincidir, cuando ella y su familia se trasladaron a vivir a Ariz y allí estaba “Don Jo” como cura.
Conchi destaca la forma de ser de Jose Bernardo “a tope con todo. Una persona completa. Nunca he conocido a nadie como él”. Resalta su disponibilidad “siempre estaba dispuesto a cubrir o ayudar a sus compañeros curas en la parroquia o a quien lo necesitara”. También le pone en valor como buen consejero y hombre comprensivo “lo mejor de lo mejor. ¡Qué suerte hemos tenido de haberle conocido!”.
¡QEPD!