«Desde nuestras delegaciones, -explican- queremos subrayar que la tarea del cuidado es una expresión concreta del Amor de Dios: un amor que se hace gesto, presencia y compromiso con los más frágiles. Cuidar es estar al servicio y para las personas en situación de vulnerabilidad, prolongando así la ternura de Dios en el mundo».
Las personas cuidadoras, con su entrega cotidiana, permiten apoyar a las personas mayores y dependientes en sus actividades diarias, contribuyendo significativamente a la mejora de su calidad de vida y al fortalecimiento de los lazos comunitarios y familiares.
Cuidar:
Aunque en ocasiones el cuidado se percibe socialmente desde una perspectiva negativa, asociada al sacrificio o al desgaste, es importante reconocer que para muchas personas cuidadoras esta tarea resulta profundamente gratificante. Cuidar también es una forma de crecer en humanidad y de experimentar la alegría que nace del amor que se entrega sin medida, igual que hacia Jesús de Nazaret.
Desde la Diócesis de Bilbao deseamos agradecer profundamente a éstas personas su generosidad, su capacidad de entrega y el amor con que se dedican a los demás. Son ejemplo de servicio, compasión y solidaridad, valores que reflejan el rostro del Amor de Dios y que enriquecen a toda la sociedad.
«En este día, expresamos nuestro más sincero reconocimiento a todas las personas cuidadoras, cuyo compromiso y dedicación son un verdadero testimonio de fe, humanidad y esperanza».
Testimonios:
A varias personas cuidadoras se les ha lanzado la siguientes preguntas: ¿Qué te ha aportado a ti, en tu crecimiento personal, en tu vivencia de fe? ¿Qué dirías que ha sido lo más gratificante y lo más duro de esta experiencia?
Estas son sus respuestas:
No voy a transmitir una visión “idílica” del cuidado. Cuidar de una persona dependiente, en un proceso neurodegenerativo (como es nuestro caso), no es fácil y ser cuidadora es duro.
Hay muchos momentos de impotencia, cuando no sabes cómo resolver lo que en ese momento se presenta, cuando no sabes cómo ayudar a la persona, ni siquiera, muchas veces, qué es exactamente lo que necesita; hay momentos de incertidumbre e inseguridad ante pasos que no sabes cómo dar y decisiones que no sabes cómo tomar. Hay muchos momentos de rabia y enfado, cuando la situación te supera y tu interior se rebela ante lo que te sientes sin fuerzas para afrontar… Hay, en definitiva, muchos momentos de tristeza, al contemplar y acompañar el deterioro de esa persona a la que quieres, y a la que sientes que estás perdiendo día a día.
Entonces, ¿por qué seguir cuidando y “no tirar la toalla”? Porque Dios sigue tirando de mí cada día. Todo este proceso (que dura ya 8 años, cuidando primero de aita y seguido de ama) me va enseñando, (nos va enseñando en familia), a ordenar la vida poniendo realmente en el centro a quien más necesita, a relativizar tiempos y prioridades, a tener paciencia y no imponer el ritmo, a experimentar que todo un día ha merecido la pena sólo por una mirada sonriente de 5 segundos o un “te quiero mucho” balbuceado, entre dientes, casi imperceptible.
En todo este tiempo, Dios se sigue empeñando cada día en transformar mi impotencia e inseguridad en confianza, en serenar mi rabia y hacerme crecer en ternura, en transformar la tristeza en la alegría serena que llena el corazón cuando lo que haces es realmente desde el amor.
(M.E.)
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Para mi padre era muy duro dejar que yo le hiciera todo: levantarle, asearle, vestirle, todo. Discutíamos mucho los dos
Yo siempre le pedía a Dios que le hiciera cambiar a mi padre hasta que un día escuché en una charla que nos dio un franciscano que no debíamos pedir a Dios que cambiara a los demás, decía que lo que teníamos que pedirle era que nos cambiara a nosotros el corazón, para que pudiéramos ver a los demás de otra forma. A partir de entonces el trato fue distinto para los dos.
Con mi padre aprendí a querer a los demás. Le estoy muy agradecida a Dios por mis padres.
(MJ.B)
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Mi experiencia como cuidador y acompañante de personas mayores o enfermas ha sido, ante todo, una lección de vida. Ser cuidador es dar, escuchar y, sobre todo, estar presente, estar a su lado.
Se trata de acompañar en la vida que nos toca, a cada persona en el tramo de vida que le toca recorrer, siendo su compañero o compañera de vida. En ese acompañar, esas personas son quienes más nos aportan.
Su experiencia, su sabiduría y recorrido de vida tienen mucho que decir. Escucharles no solo es importante, sino profundamente enriquecedor. Cada conversación, cada historia y cada silencio compartido nos enseñan algo nuevo y nos transforman como personas.
(A.M)
De una ‘obligación’ nació la ‘devoción’: en mi caso, de un compromiso asumido por mi madre respecto a su tía carnal Maxi cuando esta tenía 98 años y vio que ya no podía vivir sola, pasé a ejercer de cuidadora dos años después al fallecer mi madre, trasladándome para cuidar a mi tía-abuela, que por entonces ya era centenaria.
Por mi trabajo, he oído muchas veces a personas voluntarias decir: “yo vine a dar, y recibo mucho más de lo que doy”; a mí me pasó lo mismo, fui a cuidar y acompañar, y me he sentido también cuidada y acompañada por ella hasta su fallecimiento con casi 107 años. Ha sido una experiencia de amor mutuo que será inolvidable para mí y estoy segura de que lo ha sido también para ella.
Por ello, cuando oigo hablar del cuidado como carga, renuncia, limitación de la vida de quien cuida, siento la necesidad de reclamar también su lado positivo, que en mi caso fue muy grande: aprendizaje, sentir que se estar haciendo algo bueno, sensación de valía, relaciones a través de ella que nunca hubiera imaginado, tener un modelo de cómo dejarse cuidar… Ojalá que nuestros discursos sobre el cuidado reconozcan las dos partes y den el verdadero valor que merece el cuidado de otras personas.
(P.C)






