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08.07.2014

Bilbao se suma al 400 aniversario de la muerte de El Greco

El Museo de Bellas Artes de Bilbao y la Diputación Foral de Araba se han sumado a las celebraciones con motivo del 400º aniversario de la muerte de El Greco.

En Bilbao tuvieron lugar en mayo y junio las jornadas «El Greco. Materia y alma», con conferencias y la proyección del documental «El Greco. Pintor de lo invisible», estrenado poco antes en el Museo del Prado.
Además, se han presentado «Los grecos» del Museo de Bellas Artes de Bilbao (30 abril-25 agosto), que muestran al público aspectos ocultos de las dos obras del pintor pertenecientes a su colección, San Francisco en oración ante el Crucificado (1585) y La Anunciación (1596-1600). Se da la curiosa circunstancia de que el museo, fundado en 1908, abrió sus puertas en 1914 en la Escuela de Artes y Oficios de Atxuri con una exposición dedicada a El Greco.
Al hilo de esta importante efeméride el presbítero diocesano José Luis Villacorta habitual colaborador de numerosas publicaciones, así como un profundo conocedor de la obra de El Greco, comenta una de las obras expuestas, en concreto, la de San Francisco de Asís:
Doménikos Theotokópoulos, más conocido como El Greco, nace en Creta, cuando esta isla pertenece a la república de Venecia. De ahí su viaje a esa metrópoli y el posible encuentro con El Tiziano. Llega después a Roma para presenciar todo el despliegue del Renacimiento y termina por asentarse en Toledo. Esta ciudad es su última apuesta. Aspira a ser reconocido como un referente de primera fila, pero no lo consigue. Felipe II no le acepta como pintor de El Escorial, después de contemplar la obra que ha presentado: San Mauricio y la legión Tebana. Sus contemporáneos: el P. Sigüenza, Jusepe Martínez, Antonio Palomino…. denigran su pintura, como extravagante, caprichosa, despreciable y ridícula. Sólo Francisco Pacheco, suegro de Velázquez, reconoce la influencia que ha tenido sobre su yerno y afirma que es un pintor de mucha envergadura.
La historia de su recuperación es sintomática: desde el exterior, vía Manet, Dvorák, Meier-Graefe, se le “descubre” como un hito decisivo y se le coloca como persona de la “trinidad estética” (Goya, Velázquez, El Greco) de la pintura española. A partir de ese momento, Zuloaga, Picasso y toda la vanguardia lo colocará como raíz de la modernidad.
Uno de los cuadros que pintó sobre San Francisco de Asís, que se expone en esta muestra, presenta la verdad profunda de su persona a través de la simbología teológica de la época. Contempla a Cristo crucificado, centro de la teología franciscana, que sostiene apoyado en una mesa, en la que la calavera recuerda la herida incurable que nos lleva a la muerte y un libro, que contiene la revelación central: la “sabiduría de la cruz”. Quizá el teólogo alemán, Martin August Kähler, subrayó una proposición un tanto extrema, al manifestar que los evangelios no son más que la historia de la pasión con una extensa introducción.
Esta “sabiduría” pone las cosas en su lugar: la luz plateada, luz lunar, luz recibida de la presencia divina manifestada en el crucificado. Frente a este referente esencial, todo se empobrece y oscurece: su hábito y su entorno. Pero las diagonales que resuelven la composición del cuadro crean una fuerza plástica silenciosa y vital, porque convergen en el corazón de Francisco, centro espiritual que recoge la luz del Cristo, icono que manifiesta la condición humana y muestra su radical ejemplaridad. Al fin y al cabo, como dice Javier Gomá Lanzón: “Sólo la ejemplaridad es digna de fe”.