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09.04.2010

«Yo dejo aquí parte de mi vida, no sólo como tiempo empleado sino sobre todo como alma que se ha repartido»

Este mediodía, a partir de las doce, en la Catedral de Santiago, de Bilbao, con el templo abarrotado de fieles, ha tenido lugar la despedida oficial, como obispo de la Diócesis, de monseñor Ricardo Blázquez. A la gran asistencia de fieles se ha añadido una representación del consistorio bilbaino encabezada por su alcalde, Iñaki Azkuna, y un numeroso grupo de curas y religiosos. En varios momentos de la celebración el público ha aplaudido a monseñor Blázquez, tanto tras su homilía, como al concluir la lectura de un texto de agradecimiento de la Diócesis por parte de Xabier Arana, organista de la basílica de Durango y a su salida desde el altar hacia el claustro en que ha sido abordado y saludado efusivamente por los asistentes. A cotinuación reproducimos íntegramente el texto de la homilía que ha pronunciado en su despedida:

«Queridos hermanos obispos, presbíteros y diáconos, religiosos y religiosas, laicos y laicas, a todos saludo con la paz, que el Señor resucitado transmitió a sus discípulos.
 La lectura tomada del libro de los Hechos de los Apóstoles muestra el dinamismo de la resurrección del Señor a través de sus testigos. La fuerza generada en el encuentro con Jesús que había sido crucificado y ahora está vivo y glorioso no puede quedar encerrada en el interior de los beneficiarios de las apariciones ni ser silenciada. La sorpresa por la presencia del Resucitado se hace proclamación misionera: “Nosotros no podemos menos de contar lo que hemos visto” (Act 4,20). Anunciar la resurrección de Jesús no fue una ensoñación de los apóstoles ni un capricho sino obediencia a Dios, aunque molestara a algunas personas, que habían decidido cerrar definitivamente la causa de Jesús. Los discípulos antes atemorizados por miedo a los judíos, dan testimonio ahora con mucho valor. La vida nueva que va suscitando es irrefutable. Irrumpe la resurrección del Señor con un vigor incoercible en la vida de la comunidad naciente, que desde el principio hallará oposición e incluso será perseguida (cf. 4, 18.21; 4,29; 5,18.27-33. 40; 6,12; 7.54.57; 8,1 etc.). Y paradójicamente los apóstoles estaban “contentos por haber sido considerados dignos de sufrir ultrajes por el nombre” de Jesús (Act 5,41).
 Con esta celebración en la catedral me despido oficialmente de vosotros queridos diocesanos antes de comenzar el ministerio episcopal en Valladolid. En esta oportunidad quiero expresar mi agradecimiento, pedir perdón y manifestar también cuáles han sido las orientaciones que me han guiado durante los catorce años largos de trabajo pastoral en la Diócesis; nuestra querida Diócesis de Bilbao nunca me quedará lejos.
 Todos estos sentimientos están impregnados por la experiencia de desarraigo que significa para mí el dejaros y por la esperanza de un nuevo enraizamiento en la Diócesis de Valladolid. El trasplante de las personas toca íntimamente al corazón. Bellamente lo expresó San Alberto Magno al despedirse el año 1262 de la Diócesis de Ratisbona (Alemania): “No se deja sin dolor lo que se ha querido con amor”. La convivencia en esta Iglesia local, el amor al Señor, al Evangelio y a las personas, el haber trabajado y sufrido juntos que fraterniza profundamente, el haber compartido gozos y preocupaciones han ido tejiendo unas relaciones muy estrechas.
 Dos orientaciones básicas han guiado mi trabajo pastoral, a cuya luz se puede comprender diversas actitudes y actuaciones.
 1) Consciente de que el episcopado es un ministerio de comunión en la Iglesia, expresé en la homilía del comienzo de mi servicio en la Diócesis, el día 29 de octubre de 1995, mi voluntad de ser obispo de todos, con todos y para todos. En primer lugar deseo ser obispo de todos; literalmente dije: “Quiero que nadie por legítimas diferencias sociales y políticas deje de hallar en la Iglesia su hogar. Ayudadme a ser pastor de todos; facilitadme la renuncia interior que mantenga abierta la universalidad de mi servicio. Me debo a todos; no restrinjáis mi pertenencia” (Boletín Oficial del Obispado de Bilbao, 1995, p. 673).
 Quiero ser obispo con todos; después de recordar cómo la corresponsabilidad, que se asienta en la comunión eclesial, de todos -sacerdotes, religiosos y seglares- bajo la presidencia del obispo, ha caracterizado el recorrido posconciliar de nuestra Iglesia local de Bilbao, me expresaba en estos términos: “En la Diócesis, que es comunión de cristianos y de carismas, todos estamos llamados a participar activamente. A todos convoco y con todos quiero caminar. Consideradme como vuestro hermano en la fe y como vuestro pastor” (Ib p. 674).
 Por fin, quiero ser obispo para todos. Después de afirmar que la autoridad recibida del Señor en la ordenación sacramental es para servir a los demás a ejemplo de Jesús; y habiendo prometido a los presbíteros que encontrarán en mí a un hermano y a un amigo, atento siempre a las necesidades humanas, cristianas y sacerdotales, proseguí: «Todos los carismas, que después del adecuado discernimiento han hallado o hallarán en nuestra Diócesis su “patria” espiritual y su ámbito de actuación, encontrarán en mí defensa y estímulo. ¡Que la unidad sea por una parte nuestro gozo y nuestro descanso, y por otra multiplique nuestra eficacia misionera!» (Ib. p. 675).
 2) Además de aspirar a ser obispo de todos, con todos y para todos; o dicho de otra manera: Que todos me sientan su obispo, que todos presten generosamente su colaboración, y que ponga yo mi vida y ministerio al servicio de la edificación de la Iglesia local formada por todos los cristianos; me ha movido otra intención de fondo que me ha exigido dedicación y temple de espíritu. Varias veces escuché a Mons. José María Cirarda, nacido en nuestra Diócesis (Bakio), que durante algunos años fue Administrador Apostólico de Bilbao (1968-1971), que murió siendo Arzobispo emérito de Pamplona y descansa en el cementerio de Mundaka esperando la resurrección de los muertos, un consejo que le había dado el Papa Pablo VI: Actúe “cum patientia et doctrina”. Esta recomendación la he tomado también yo como dirigida a mí personalmente. He debido ejercitar la paciencia y he querido cumplir el ministerio episcopal con una atención peculiar a la predicación y al magisterio.
 La reflexión teológico-pastoral me ha ocupado mucho tiempo; no me ha sido fácil discernir algunas cuestiones pastorales, por ejemplo, la llamada “véritas sacramenti”, la presidencia por parte del obispo de la Eucaristía en todos los funerales de víctimas del terrorismo, la participación pastoral de los laicos y laicas como voluntarios, con dedicación a tiempo parcial y con plena dedicación, la instauración del diaconado permanente en la Diócesis, etc. La experiencia nos enseña que muchas personas llegan rápidamente a la toma de decisiones; otros, en cambio, necesitamos dar varias vueltas a las cuestiones antes de decidir. No estoy arrepentido de haberme tomado tiempo para adoptar la determinación que me parecía más pertinente, después de haber escuchado mucho y de haber sopesado las razones aducidas por unos y otros. He comprendido que, teniendo en cuenta la trayectoria anterior de mi vida sacerdotal, podía prestar un servicio más eficaz a la Diócesis a través de la predicación y la reflexión teológica sobre todo de orden espiritual y pastoral. Nunca he concebido la publicación de libros siendo obispo, como distracción del servicio episcopal, sino como contribución al mismo servicio apostólico, ejercido aquí y amplificado a otros lugares. En tiempos de cambios profundos la reflexión personal y la búsqueda en comunión de respuesta a los desafíos planteados es una exigencia humana y pastoral.
 La paciencia entra en el ámbito de la esperanza; nada tiene que ver con la resignación  y mucho con el seguimiento de Jesús camino de Jerusalén. La paciencia cristiana significa soportar las lentitudes de los caminos de Dios en la historia de los hombres, cargar con las opacidades del tiempo presente, aguantar las pruebas a que a veces estamos sometidos y así participar en el misterio pascual de nuestro Señor Jesucristo. La paciencia tiende a una meta a la que nos estimula la esperanza y nos alienta el Espíritu de Dios. “Nuestra ciencia consiste en saber esperar”, decía el Hno. Rafael, canonizado el día 11 de octubre de 2009. La paciencia no es renunciar a la meta ni sentarse en el surco. Puede ser aguardar el momento oportuno y vigilar por dónde viene la luz.
 En el encuentro con la verdad recorre ordinariamente cada persona un itinerario. La verdad llama respetuosamente a la puerta, no fuerza desde el exterior. “La verdad no se impone sino por la fuerza de la misma verdad, que penetra, con suavidad y firmeza a la vez, en las almas” (Declaración conciliar Dignitatis humanae 1). La verdad tiene una fuerza en sí misma para ser acogida por el hombre que no se cierra a ella. “La verdad padece, pero no perece”, escribió Santa Teresa de Jesús; y un adagio castellano la compara a los juncos: “La verdad dobla pero no quiebra”. Puede ser humillada pero no definitivamente sumergida. El amor a la verdad requiere, consiguientemente, paciencia, con la convicción de que el hombre será permeable a las razones que acompañan a la verdad. En consonancia con lo que termino de decir, yo he optado por la vía de la persuasión, de la maduración personal, de la argumentación lo más convincente posible. Evidentemente, hay que estar alerta para que en el campo abierto por el respeto no se introduzcan indebidamente otros. Poco a poco abre el Señor sus caninos en el corazón de las personas. La paciencia dinámica es una vía preciosa para encontrar la verdad  en la comunión de las personas.
 Muestro mi gratitud al Obispo Auxiliar, a los Vicarios generales, territoriales y judiciales, a los Delegados, directores y colaboradores en los diversos servicios administrativos y pastorales de la Diócesis; agradezco a los presbíteros y diáconos, a los religiosos y religiosas, a los laicos y laicas su colaboración paciente y generosa. Cuando pienso en las personas de las que soy deudor, me descubro insolvente para saldar tantas deudas. ¡Dios os lo pague! Antes que vuestro hacer pastoral, agradezco sinceramente vuestro ser cristiano, vuestra fe y participación en la vida de la Iglesia. Asociaciones, comunidades, movimientos, cofradías, todos tienen un lugar en la vida y misión de la Diócesis, que yo he querido reconocer y animar. Cuando la mies es mucha y los obreros pocos, son de agradecer todos los brazos.
 He bendecido a Dios, como os manifesté en la Misa crismal, porque nunca el resentimiento ha inspirado mi actuación. Pero esta intención no excluye limitaciones, errores y fallos. Si alguno tiene quejas contra mí, le pido disculpas. Quizá haya personas descontentas porque, deseando actuar con la responsabilidad que el ministerio episcopal me exigía, he sentido la obligación de no avalar ciertas propuestas o de cambiar determinadas cosas. He querido siempre que el diálogo y las razones aducidas abrieran el camino de la decisión.
 La Diócesis ha sido mi dedicación noche y día, dentro y fuera; a tiempo completo y poniendo en juego todas mis fuerzas. Nunca he estado con actitud de provisionalidad. Aunque se hayan añadido otras tareas, mi estancia aquí y el trabajo pastoral con vosotros han primado siempre. ¡Cuánto me gustaría poder decir con San Pablo: “No he omitido nada de cuanto os pudiera aprovechar” (Act. 20, 20.27)! Os encomiendo a Dios y me encomiendo a vuestras oraciones.
 Permitidme que en esta celebración recuerde especialmente a los obispos D. Luís-María y D. Carmelo. D. Luís-María me acogió como el hermano mayor al pequeño y me acompañó en los primeros pasos. D. Carmelo fue siempre colaborador fiel y entrañable amigo. Ellos nos han precedido en la fe, en el ministerio apostólico y en la consumación del itinerario de la vida. ¡Que desde la meta en la casa de Dios se acuerden de nosotros que todavía caminamos en la tierra! La memoria de los justos que han llegado al descanso es una bendición para los vivos.
 Manifiesto mi reconocimiento a D. Mario por su colaboración leal, generosa y dinámica. El tiempo transcurrido ha ratificado lo que manifesté abiertamente cuando fue nombrado obispo auxiliar: “Es un regalo de Dios a nuestra Diócesis”. Según Decreto de la Congregación para los Obispos ha sido nombrado por el Papa Benedicto XVI Administrador Apostólico “sede vacante” de la Diócesis de Bilbao, que comenzará a ejercer a partir del próximo día 17. D. Mario sabe que me tiene a su disposición, si en algo puedo ayudarle. Pido a todos vosotros el afecto y la colaboración con él.
 Estoy impresionado por las manifestaciones de gratitud y cordialidad que venís dispensándome desde el día que se hizo público mi nombramiento para Valladolid.
 Consideradme como vuestro amigo. Yo dejo aquí parte de mi vida, no sólo como tiempo empleado sino sobre todo como alma que se ha repartido. Habéis marcado una huella imborrable en mi corazón. Vuestra memoria me acompañará siempre.
 Pido a Dios que os bendiga a vosotros y a vuestras familias. ¡Que nos bendiga en forma de numerosas vocaciones sacerdotales que pueblen nuestro querido seminario y nos otorgue definitivamente la paz plena, que ardientemente ansía nuestra sociedad! ¡Que la Virgen de Begoña nos proteja a todos!»

Bilbao, 10 de abril de 2010

 Mons. Ricardo Blázquez
Obispo de Bilbao
Preconizado Arzobispo de Valladolid