Braceras explica que su día a día se desarrolla en la frontera entre la esperanza y la desesperación, la alegría incontrolable y la angustia, la espera de un milagro y la toma forzosa de tierra, la «magia» y los límites de lo real, las letanías a los santos y el “yo soy creyente, pero a mi manera”, la fe contra todo pronóstico y el “soy ateo por la gracia de Dios”. “Estamos –señala- en la frontera entre la vida y la muerte. Solemos estar en los límites”.
“Poco podemos hacer, casi nada”
Eloísa dice que estos días los hospitales tienen un rostro que no es el habitual, “y nosotros hemos decidido seguir estando aquí. No puede ser de otro modo. Poco podemos hacer, casi nada. Todo trabajador hospitalario tiene órdenes de moverse lo menos posible de su lugar de trabajo habitual o aquel al que es enviado. Nuestro lugar de trabajo es la capilla, aunque también puede serlo cada una de las habitaciones de cada uno de los hospitales de Bizkaia. Se llama a todos los trabajadores a la prudencia más absoluta. Desde esa premisa, nuestra labor pasa por permanecer en la capilla y acudir solo a donde se nos llama o a las habitaciones a las que ya estábamos yendo antes de que todo esto explotara y son “lugar seguro”. Las formas consagradas siguen recorriendo algunos de estos pasillos; por la fe (y no por nosotros) Dios está en todos”.
La capilla sigue siendo lo que siempre es: lugar de silencio, de calma, de soledad acompañada; es el lugar donde volcar la angustia y pedir una y otra vez que el dolor alcance un sentido, que saque al ser humano de su falsa sensación de poder controlarlo todo. “La capilla es lugar donde esperar, donde aprender a mirar al otro para verte a ti mismo y donde valorar lo pequeño del día a día. Nuestra capilla está aún más desierta de lo que suele estar, es cierto, como pasa con la mayor parte del hospital, pero sigue estando habitada. Y su principal habitante no somos nosotros”.