Desde un acercamiento teórico, interpretativo, en la segunda sesión se ha postulado que cada espacio diferenciado del territorio puede ser vinculado a una serie de valores que el ser humano ha de desarrollar: la sociabilidad, la exterioridad y la creatividad están vinculadas al espacio urbano; la familiaridad, la proximidad y la identidad al espacio rural y la soledad, la interioridad y la espiritualidad al espacio natural.
Si de lo que se trata desde una ética vinculada a la ecología integral es garantizar la equidad y la justicia intergeneracional es necesario conseguir un desarrollo equilibrado, sostenible, de las dimensiones constitutivas del ser humano y, por tanto, de los espacios que las posibilitan. No se puede prescindir, por tanto, del medio rural. Esto es especialmente evidente si comprobamos su aportación específica a las tres grandes dimensiones de la «conversión ecológica»:
– la del corazón, espiritual: el mundo rural sigue siendo un potente espacio de encuentro con Dios;
– la del estilo de vida: el mundo rural propone un vida menos consumista, más sobria y austera;
– la política: el mundo rural está teniendo una incidencia profética en sus planteamientos reivindicativos.
De hecho, el mundo rural ofrece, en clave de ecología integral unos aportes muy significativos:
– es un escenario magnífico para la contemplación;
– hace una llamada constante a una vida más sencilla, austera y sostenible;
– propone un ritmo de vida pausado, ofreciendo mucha disponibilidad de tiempo;
– posibilita salir hacia los otros y realizar un cuidado mutuo;
– genera comunidades abiertas, acogedoras, hospitalarias (ahí debe estar la Iglesia posibilitándolo);
– apela a una responsabilidad mayor hacia lo cercano, desde lo local y en clave intergeneracional.
En definitiva, no es posible responder al reto de la Ecología Integral sin el protagonismo del mundo rural.